Es
muy difícil escribir un texto donde lo que se exponga, sean los propios
argumentos para justificar un asunto y lo es mucho más difícil, cuando lo que
se pretende justificar está lleno de subjetividad y relatividad, como lo es en
este caso, el asunto de la belleza; bueno, ahí va mi reflexión.
LO
BELLO, NARCISO Y YO.
Par
mí, ¿qué es lo bello?
En
mi caso, tengo varios puntos de vista:
El
primero se centra en la concepción de un concepto de belleza infundado por la
formación que recibí en mi infancia, en mi hogar paterno la belleza estaba dada
por conceptos religiosos, su simbología e imaginería; es por ello que todos los
elementos que hacían parte de mi formación visual estaban dotados de la
perfección del claro oscuro, el canon de proporciones centrado en la perfección
e idealización de la divinidad del cuerpo humano y todo lo que este implica en
la interacción con su entorno.
En
segundo lugar, sigue primando la idealización del cuerpo, pero ya en este caso se
funda en el reconocimiento y descubrimiento de mi propia corporalidad, el cual
va más allá de una simple representación gráfica o pictórica y se enfoca en la
tridimensionalidad del cuerpo, su volumen, textura, composición, forma, color,
olor y firmeza; además, está el referente de un papá idealizado como guía, ejemplo
y punto de llegada en dicho reconocimiento corporal, poco a poco en tercer
momento, ese concepto se fue transformando y ahondando el egocentrismo, es así
como surge ese Narciso interior que de una u otra manera todos llevamos dentro,
ese Narciso que nos lleva a creernos punto de partida y centro del universo el
cual nos lleva poner un velo o filtro con el que medimos e interpretamos
nuestro entorno, ese punto de referencia propio que nos dice al interior qué es
lo “bello” y qué lo “feo”, para ponerlo casi que al mismo nivel del rango de lo
bueno y lo malo, es entonces que ese nivel de belleza era como mi voz de la
conciencia que me decía que tan atractiva a los sentidos y tan estimulante al
cuerpo, podría ser una u otra cosa, aquí la razón y el conocimiento no tienen
cabida, ellos pasan a un segundo plano y como tal no hay manera de reflexionar
en torno a lo que realmente puede ser lo bello. Posterior a este proceso de mi
vida en la que estaba comenzando a construir un concepto aparentemente sólido
de belleza, un momento muy marcado de mi vida, surge mi cuarta aproximación a
lo que también pudo ser ese primer cuestionamiento serio a cerca de la
construcción mi propio criterio en torno a la belleza, este surge después de
una visita por curiosidad al Museo de Antioquia, allí se llevaba a cabo la
exposición del salón Regional de artistas, ¡oh! Sorpresa me llevé cuando el
primer puesto se lo había ganado una obra que rompía con todos mis conceptos de
establecidos de belleza (yo esperaba encontrar allí una pintura o escultura
tipo renacentista o griega), lo que encontré fue una obra que no estaba colgada
en la pared, estaba puesta en el piso, que además de eso no era figurativa, era
abstracta, el soporte no era un bastidor o una base, era una piel, que su
contenido no poseía una narrativa anecdótica o descriptiva “fácilmente” de
decodificar, era “una simple línea roja”. Es entonces como comienza en mí ese
gran interrogante ¿eso es lo mejor de éste evento, eso es bello? Y a partir de
esa experiencia estética me pregunto día a día ¿Cuáles son los criterios que
determinan lo bello y lo feo? ¿Quién determina los parámetros que permiten
establecer qué es bello y qué es feo? Por lo tanto, a partir de ellas he ido
explorando mis experiencias estéticas dejándome permear por lo que cada una de
ellas me proporcione, sentir a partir de sensaciones placenteras o repugnantes, reales o
imaginarias, activas o pasivas, formadoras o destructoras, vinculantes o
excluyentes; en fin, sensaciones que me proporcionen un contacto conmigo mismo
y con lo que me rodea, de tal manera que mi experiencia personal trascienda más
allá de mis propias fronteras y se vincule con las experiencias de los demás de
una manera no necesariamente “positiva”.